Vista de Santiago Oriente desde la altura:
Grisáceo encanto
Aquella antena parece un largo brazo robótico de un gigante que en cualquier momento podría despertar. Es lo único metálico entre edificios de concreto, cada vez más altos hacia el oriente. Todos iguales, con sus ventanales limpios, algunos sucios, otros a mitad de camino. A la izquierda, en diagonal, la estructura de
Cientos de años atrás –o a lo mejor hace algunas décadas– la cordillera de los Andes podría haberse visto mejor. Ahora, con los edificios, el smog y la luz matinal, parece una enorme pared resquebrajada: algunos lugares blancos, otros azules. Difícil distinguir su color natural. Si no estuvieran todas estas dificultades visuales, se podría asegurar.
El calor es insoportable. La luz penetrante del sol de las nueve de la mañana se refleja en lo poco que queda de nieve: es primavera, se pronosticaron 34° grados y ya deben hacer 33°. Está despejadísimo. El cielo tiene ese azul grisáceo típico de urbes contaminadas: gracias al smog es cada vez más oscuro. Nubes madrugadoras flotan lentamente hacia el oriente, como escondiéndose del sol terrible.
Los techos cercanos están llenos de chimeneas que hace rato exhalaron su última bocanada de humo. El pasado colonial y el presente moderno se mezclan en la arquitectura de los edificios grotescamente. Años atrás todo era menos gris. Ahora, hasta el cielo lo es.
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