jueves, 12 de noviembre de 2009

Crónica 2: Musicalmente buenos, rentablemente malos

Musicalmente buenos, rentablemente malos

Por azares del destino (quizá también porque lo busqué), pude asistir a la presentación del cuarto disco de la banda “Termita”. Una agrupación poco conocida pero que hacen música de buena calidad. La primera pregunta que me vino a la mente fue: ¿por qué no son más populares? La respuesta sólo la supe al final del concierto.

Hacía tiempo que no revisaba el correo que me asignaron en la página web para la que escribo. Aquél miércoles, cuando lo vi, me di cuenta de que, entre mucha cantidad de spam, había un mail con el subject “te invito a mi fiesta”. Lo abrí. El vocalista del grupo “Termita”, del que no había escuchado hablar nunca, me estaba invitando al lanzamiento del cuarto disco del grupo, “Las Luces”, en dos días más en Providencia.

Después de meterme a su myspace, escuchar una y otra vez las canciones, notar que no eran tan malos, y leer lo poco que hay de ellos en internet sobre su historia, me entró la duda de porqué no eran tan conocidos. No tocaban mal, llevaban casi diez años de carrera y tres producciones anteriores.

“Termita” nació en 1999. Era la solidificación del sueño de cuatro amigos: Arturo Figueroa, quien presta su voz y toca la guitarra; Roberto Rojas, la segunda guitarra y los coros, Patricio Román, el bajo, y Víctor Martínez, la batería. Debutaron ese mismo año con el disco “Incandescente”, una placa que recogía el “noise pop” británico. Tres años más tarde, “Alas”, su segundo CD, incorporó el folk sesentero a la ya variada experimentación musical de la banda. El 2005 se editó su tercer trabajo, “Las guitarras mienten”, muestra de un rock melódico, mezclado con indie y glam inglés, y algunos toques de punk.

Termita. Desde que leí el mail me llamó la atención el nombre. Buscando en la web, di con un artículo del 2002, cuando recién sacaban “Alas”. Ahí hacían una defensa del nombre, como la elección justa de un grupo que, al igual que las termitas, que trabajan silenciosamente, dentro de las estructuras que parecen sólidas y causando un daño significativo, tiene el sólo objetivo de tocar por tocar.

Con esos datos y esas dudas fui a verlos el viernes. Lo primero que me sorprendió (aunque tampoco me había hecho muchas expectativas) era que el lugar era muy pequeño. Se llama “Espacio Musical”, y es una especie de casa muy bien arreglada que tiene varios cuartos dispuestos para que bandas emergentes puedan ensayar.

El mail decía: puntual porque antes habrá un cóctel. Me habían citado a las 19:30. Eran las 19:25 y en la recepción había un conserje y una joven con una guitarra eléctrica. Nadie más. En unas mesas un poco más al fondo, casi escondidas, unas bandejas de cartón con papas fritas y nachos. Al lado, dos botellas de jugo Watt´s. Ese era el cóctel. Como decía antes, no me había creado muchas expectativas en torno a la presentación, pero tampoco pensé que sería tan precario. “No deben tener mucho dinero para gastar en una tremendad producción”, pensé.

Pasaron veinte minutos en los que, de vez en cuando, salían diferentes personas de la sala de ensayo, todos con poleras que decían “Termita”. Me sentía solo, en un lugar extraño, en donde todos parecían muy ocupados para reparar en un chico sentado mirando al techo. Cuando ya estaba perdiendo las esperanzas de que llegara más gente, y casi respondiendo a mi llamado de súplica, entró un grupo gigante de personas que venían conversando ruidosamente. Lo continuaron haciendo mientras cruzaban el umbral de la puerta. Y también adentro.

Era evidente que el único extraño ahí era yo. Todos los demás se conocían y comentaban, en círculos de tres a cinco integrantes, cosas del disco, de la música y anécdotas de la banda.

Ahora, del líder de “Termita” y con quien me comuniqué para ir, Arturo Figueroa, quien es además periodista de profesión, no había rastro. Yo no lo conocía. En Internet no había fotos de él, por lo que tampoco tenía alguna referencia para reconocerlo. De pronto, una mujer que estuvo sentada al lado mío con la misma expresión de desconcierto que yo tenía, se levanta rápidamente y le pregunta a un sujeto: --Disculpa, ¿Arturo?–

–Sí –responde él. –El mismo.

Debo reconocer que no me lo había imaginado así: era muy parecido a Álvaro Henríquez, líder de Los Tres. El mismo tipo de pelo, las patillas y una cara regordeta, con ojos rasgados. Tenía puesta una camisa a rayas azul marino, jeans y un vestón gris que lo hacía parecer bastante más ancho de lo que en realidad era. Debía andar por los 30 años.

Apenas terminó de hablar con la mujer, Arturo se dirigió a los presentes y los hizo pasar al auditorio en donde tocarían. La sala era pequeña. A lo más cabían 40 personas, de pie. La gente se comenzó a acomodar como pudo, quedando a pocos centímetros de los instrumentos. Fue todo muy rápido. Luego del saludo de rigor, presentarse y decir por qué estábamos ahí, el líder tomó su guitarra, rasgueó las cuerdas y comenzaron a tocar.

Definitivamente no eran malos. Las canciones, muy pegajosas, me recordaron mucho al estilo de Los Tres. De hecho, me pregunté si el look de Figueroa era para tratar de imitarlos. El audio de la sala y la calidad de los instrumentos también ayudaban a que el sonido fuera bastante limpio, casi sin disonancias.

El bajista, alto, flaco y desgarbado, estaba al medio del escenario. De vez en cuando hacía movimientos espasmódicos, cerraba los ojos y cantaba fuertemente, aunque no tenía micrófono. Todo un rockstar. Debe sentirse bien uno ahí –pensé– mostrándole al público lo que has creado.

Los otros dos, un complemento. La segunda guitarra la tocaba un sujeto pequeño, con cero desplante. El baterista, aunque tenía su estilo, no incidía mucho en las canciones: la mayoría eran baladas que prescindían de los tambores.

En la sala, las casi cuarenta personas que ahí estaban, casi todos conocidos del grupo y algunos colados, avivaban la presentación con gritos y aplausos.

El show duró una hora exacta. Por lo menos esa puntualidad se cumplió, ya que habían prometido que serían sesenta minutos.

Cuando salí, con ganas de irme a la casa rápidamente porque hacía frío y estaba cansado, me tomé el tiempo de conversar con Arturo. Le pregunté por qué no se hacían más conocidos, si su música era bastante buena y llevaban varios años en esto. El doble de Álvaro Henríquez miró hacia el lado, me señaló a una mujer bajita y joven, que sostenía a un pequeño bebé en brazos.

–Ella es mi mujer y él es mi hijo –me contestó–. Ambos son las personas que más quiero en la vida, y, sinceramente, la música no me daría nunca la posibilidad de mantenerlos como corresponde.

Y prendiendo un cigarro, añadió: –Esto es un hobby. No sabes cuantas bandas en la misma situación existen en Chile–.

Me despedí. Todo el camino a mi casa me fui pensando en que alguna vez quise ser músico.

martes, 3 de noviembre de 2009

Crónica 1: Grisáceo encanto

Vista de Santiago Oriente desde la altura:

Grisáceo encanto

Aquella antena parece un largo brazo robótico de un gigante que en cualquier momento podría despertar. Es lo único metálico entre edificios de concreto, cada vez más altos hacia el oriente. Todos iguales, con sus ventanales limpios, algunos sucios, otros a mitad de camino. A la izquierda, en diagonal, la estructura de la Universidad Santo Tomás se alza con orgullo solemne: sus escaleras le dan moderno toque arquitectónico: como enredaderas, se pliegan al edificio. Sólo otro edificio del horizonte tiene logo: la Universidad Iberoamericana. Pero está lejos, cruzando una de las arterias más transitadas de Santiago: la Avenida Central, que se llama así desde que entra a la capital. En el campo es la Ruta 5 sur.

Cientos de años atrás –o a lo mejor hace algunas décadas– la cordillera de los Andes podría haberse visto mejor. Ahora, con los edificios, el smog y la luz matinal, parece una enorme pared resquebrajada: algunos lugares blancos, otros azules. Difícil distinguir su color natural. Si no estuvieran todas estas dificultades visuales, se podría asegurar.

El calor es insoportable. La luz penetrante del sol de las nueve de la mañana se refleja en lo poco que queda de nieve: es primavera, se pronosticaron 34° grados y ya deben hacer 33°. Está despejadísimo. El cielo tiene ese azul grisáceo típico de urbes contaminadas: gracias al smog es cada vez más oscuro. Nubes madrugadoras flotan lentamente hacia el oriente, como escondiéndose del sol terrible.

Los techos cercanos están llenos de chimeneas que hace rato exhalaron su última bocanada de humo. El pasado colonial y el presente moderno se mezclan en la arquitectura de los edificios grotescamente. Años atrás todo era menos gris. Ahora, hasta el cielo lo es.