domingo, 7 de noviembre de 2010

¿Y si quiero decir no?

Tengo el pequeño agrado de decir no. Y, cuando lo digo y veo las consecuencias, a veces quisiera retractarme y decir sí como todo el mundo. Porque si sigo con el no, uno se convierte en extraño, raro, la mufa de los que hacen buenos chistes con los demas. Porque, hay que decirlo, son buenos.

El no tiene un poder único, irrebatible, casi mutilante: te corta todo lo demás. "¿Qué te parece que vayamos a tal parte?" "No", contesta quien responde y hasta ahí no más dejó la discusión. "¿Porqué no?", intenta vehemente quien pregunta. "Porqué no". Y ahí está, doble punto y final. Nada más que hablar.

Decir no cuando todos quieren decir sí es un pecado. Porque te demuestra en contra de la tendencia general. De quienes son, en términos democráticos, los que tienen el poder: la mayoría. Y por eso quizá es tan tentador decir que no (pensarlo es otra cosa). Decirlo y enarbolarlo como tu bandera es quizá una sentencia autoimpuesta. Estás con ellos o estás contigo. Si estás con ellos, estás bien, porque no te apartas. Si estás contigo, estás solo. Solo contigo.

"No" es equivalente a decir "soy diferente". Y ser diferente te iguala a ser un peligro para ti mísmo, para los demás y para quienes quieren que todos digamos sí. Para seguir el órden, para no tener miedo, para no contradecirlos. Para que no existan los no.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Dolor crónico (o cuánto cuesta enfermarse)

Está difícil -pensaba-, mientras hacía fuerza para evacuar. Dos, tres, cuatro horas en el mismo baño, mirando la misma pared y con la misma vacinica en las manos.

-Si no evacúa por abajo, tendrá que ser por arriba-, dije. Y así fue.

Ciento veinte minutos después estaba en una clínica privada, acostado en una camilla y con el suero a la vena.
Me preguntaron que qué sentía, que qué había comido, que qué había tomado y muchos qués más.

De ahí a un examen. Me pusieron yodo ("¿yodo?" pregunté. Tenía miedo) a la vena y se empezaron a calentar todos los conductos por los que pasan los alimentos: mi laringe, mi faringe, mi estómago, mis intestinos (grueso y delgado) y mi vegija. Imaginaba que en los escáners después saldrían esas partes en rojo, porque el calor era intenso.

El dolor seguía en el bajo vientre, al lado del apéndice. Y de hecho, creyeron que era apendicitis.

"Por suerte no era", dijo la doctora luego de que yo dormí tres horas por los calmantes que me pusieron. "Tómese esto, esto y esto", dijo a continuación y me recordó, con ahínco, que debía ir a cancelar los servicios.

Esta es una equivalencia: una tarde es igual a 6 horas que son iguales a apróximadamente 500 mil pesos (ouch) que son iguales a una consulta, calmantes para el dolor, suero, examen radiográfico superior completo y diagnóstico.

Pero qué importa, ahora estoy bien. Sano, con dieta pero puedo moverme y seguir con mi vida.

La salud es lo primero dicen. El dinero también, se sabe.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Mañana

Gusta de despertar alrededor de las 13:00 horas, cuando toda la familia ya está levantada. Abre los ojos, los cierra de nuevo y gusta de escuchar los pasos fuertes que hacen sonar las tablas sueltas del segundo piso, mientras imagina que su pieza es su búnker. Un espacio en donde está escondido y que nadie sabe que está ahí. Piensa eso, piensa también que podría haberse levantado más temprano. Piensa eso y gira el cuerpo y se tapa con las frazadas. Duerme un par de horas más.

A veces, gusta de despertar temprano, como a las nueve. A esa hora la luz del sol se siente más clara y él aprovecha para creer que está solo, porque aún todos duermen. El silencio de ese momento es lo que más le gusta. Disfruta de que nadie le converse, de no escuchar ningún ruido más allá del que provoca su respiración y piensa. Piensa en que va a aprovechar el día y se siente orgulloso de no ser un flojo de mierda. Piensa eso y piensa también en que podría haber dormido un par de horas más.

martes, 3 de agosto de 2010

Historia de bus

Alejandro se presentó 20 minutos después de haberse sentado al lado mío, en la butaca número dos del bus. Esa que está inmediatamente a la izquierda luego de cruzar la puerta que separa la cabina del conductor del cuerpo del vehículo. Yo permanecía leyendo un libro que quería terminar, y rezaba por que no me molestaran.

Ya había visto a Alejandro pero no sabía que se llamaba así. Lo había visto por lo menos por cuatro horas seguidas, mientras viajábamos a Ovalle. Hacía mucho tiempo que no viajaba y elegí el asiento número uno. Sabía que casi nadie compra el número uno ni el dos... por lo menos, no si hay posibilidad de sentarse en los otros 34.

-Hola, me llamo Alejandro, pero me dicen Ale. Dime así- me dijo y así le dije.
-Oie Ale, ¿hace cuánto que trabajas cortando boletos en los buses?
-Dos meses
-¿Y te gusta?
-Sí, bastante. Me interesa lograr estar un año, ahí puedo postular a ser chofer, que igual ganan harto.
-¿Cuánto?
-Arriba de un millón.
-Pero es sacrificado- le comento.
-Sí, pero no tengo otra opción. Me fui de la casa antes de salir de cuarto medio.

Y su cuarto medio fue hace ya algunos años. Aunque no me dice su edad, se adivinan 25 años, por lo menos. Su piel morena, acento y el que sea del interior de Temuco me hacen sospechar que es mapuche. No le pregunto. No quiero entrar en discusiones étnicas ahora.

-¿Y tu familia?
-Está en el sur. A veces los voy a ver, cuando tengo tiempo. Pero tengo poco, porque acá son nueve días de trabajo y tres de descanso. Y esos tres comienzan una vez que llego al terminal, por lo que sólo tengo dos días en realidad y no siempre alcanzo a viajar desde Santiago a Temuco.

Vamos pasando cerca de la costa. Hay unos molinos gigantes, blancos, para recolectar energía eólica. Las aspas y la estructura son gigantes. Me sorprendo. Ahora que tengo internet a mano, descubro que pertenecen al complejo eólico "Canela 2", uno de los tres que actualmente funcionan en Chile, junto a "Alto Baguales" en la región de Aysén y "Canela 1" en la del Biobío.

Alejandro se ha parado del asiento unas cuatro veces, cuando sube algún pasajero desde la carretera. Cuando se sienta, por última vez, le pregunto cuánto queda para llegar a Ovalle.

-Unos diez minutos-, me dice.
-¿Después de esto dónde viajas?
-A Arica. Nos vamos a Arica. No lo conozco, dicen que hace mucho calor. Igual eso es algo bueno de este trabajo. Antes de entrar, sólo conocía Temuco y Santiago. Ahora conozco desde la Cuarta Región a la Décima.
-Pero igual estar un día en un lugar no te da tiempo para conocer realmente-, le digo.
-Sí, pero por lo menos es algo que no podría haber hecho si no comenzaba a trabajar- me dice, y veo su mirada pegada en las primeras casas de Ovalle. Prefiero no decirle nada más.

Se levanta nuevamente y entra a la cabina. Cuando lo veo nuevamente, está entregando los equipajes. Yo saludo a mi amiga y le digo que me espere para ir a buscar mi bolso.

Le paso mi ticket a Alejandro y le señalo cuál es el mío. Cuando me lo entrega le estiro la mano, pensando que debo agradecerle la confianza de contarme su vida.

-Mucho gusto Ale. Gracias por todo. Ojalá te vaya bien en el futuro-, le digo.
-A ti también-, responde un poco indiferente y sigue entregando equipajes.

Quizá para él no fue un problema hablarme de su vida. Quizá, lo hace en cada viaje con gente diferente. Quizá, ya se acostumbró a hablar con gente desconocida, pienso finalmente y sigo a mi amiga un poco confundido, recordando que no me leí el libro.